Hace unos días, mi hermano mayor, no por cuestiones de edad, porque le llevo de ventaja unos cuantos inviernos, sino por cuestiones de físico, porque me lleva varias cabezas de altura, sufrió un accidente en su moto cuando circulaba por las calles de Trinidad. El resultado fue un puzzle de varias piezas en su pierna que los médicos de la capital están tratando de resolver con clavos y herramientas de tornero. Además de llamadas por teléfono, que parecen unas cañas de pescar con una tanza larga larguísima que pesca voces temblorosas, esperanzadas, animadas, preocupadas, roncas, mal dormidas, doloridas, no se me ocurre otra cosa que estar ahí, con el FEDE, al lado, abrazando, aunque no me vean, sentándome en las salas de espera de los hospitales con mi madre, con mi padre, con mis tías, con mi abuela, con mis otros hermanos, con los amigos. También quiero estar, diciendo...
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Para el Fede
La F.E.R.I.A.
El otro día en la verdulería de Paco, una vecina, abanico en mano, nos comentó que la feria había llegado a la ciudad. La feria extraña, como le decía ella. Una amiga suya, varios años atrás, había conseguido “suerte” y una camisa que le hacía parecer 20 kilos menos.
- A la semana sacó la lotería y cuando se ponía la camisa parecía una modelo, como estas que salen por la televisión.
- ¿Y eso dónde queda? – le pregunté con curiosidad.
- Allá, en el descampao, donde termina la ciudad - dijo la vecina, cerró el abanico con habilidad y lo puso apuntando en dirección al cajón de los tomates, entre los ajos y las manzanas – La última parada del 37 – agregó.
Aunque no hace mucho que estamos en Sevilla, nunca habíamos oído hablar de esa feria tan extraña, pero si nuestra vecina, que a esa hora pedía como si tal cosa un kilo de pimientos rojos, esta en lo cierto, venía muy bien para conseguir algo que en este momento necesitamos como sea. Igualmente nos miramos incrédulos con Maria por unos segundos, desconfiando de las intenciones de la vecina.
Cuando llegamos a casa con la mitad de la compra, porque con esto de la feria nos olvidamos de la mitad de las cosas, no lo pensamos dos veces y salimos en busca de la feria. Tomamos el ómnibus número 37 que pasa a dos cuadras de donde vivimos, con rumbo a la zona indicada. Al final del recorrido, en la última parada, le preguntamos al conductor si sabía algo de una feria, sin mencionar el adjetivo “extraña”, que se hacía por la zona. No tenía idea de la existencia de tal feria, menos en ese lugar del mundo. No se que nos dio en ese momento pero quisimos creerle a la vecina y caminamos rumbo al descampao, hacia el fin del mundo, empujados por la esperanza.
Faltaban minutos para el mediodía. El sol cada vez más cerca, abrazaba. En el mismísimo final del final del pueblo, en el descampado sin campo, seco, sin más vida que la del viento arremolinado que cruzaba de norte a sur levantando a su paso el polvo amarillento que hacía difusa una interminable caravana de puestos. Allí estaba la feria. Tenía razón la vecina.
Una gran puerta nos recibió con un “Bienvenidos extraños a la FERIA”. La monumental entrada de madera nos digirió silenciosamente. Aparecimos entre una muchedumbre enloquecida que caminaba por la única calle que existía. Esta no tenía un final aparente y era lo que separaba las dos filas infinitas de puestos. Parecía una feria medieval. Poco tenía que ver con la ciudad moderna que desaparecía a unos mil metros de allí. Un joven harapiento repartía unos folletos. Con cara seria y cansada se acercó a nosotros arrastrando las alpargatas, dejando suspendidas pequeñas nubes de polvo con cada paso. Nos dio uno a cada uno y siguió su marcha silenciosa y automatizada. Cuando tuvimos el folleto en nuestras manos nos dimos cuenta de que la F.E.R.I.A. es una sigla que significa Feria Extremadamente Rara de la Imaginación Ambulante. Fue la confirmación de que algo no era normal en todo esto. El folleto también advertía que estaba totalmente prohibido el “querer por querer”. Al ser todo gratis, las cosas que allí se daban debían tener una justificación, ser necesario para el que lo requería. “Consumistas abstenerse”, rezaba categóricamente más abajo en negritas y cursiva. También se prohibía darle de comer a los animales y apoyarse en las vitrinas de vidrio. Todo estaba siendo vigilado y controlado por el personal de seguridad vestido de paisano que paseaban camuflados entre la gente.
El primer puesto que aparecía a nuestra derecha era de joyas. Pulseras, anillos y cadenas de plástico duro de diferentes colores que se convertían en alhajas de oro y de piedras preciosas. Un negro gigante, con el torso desnudo, opacado por la polvareda, las ofrecía cubriéndose poco a poco el brazo de pulseras y el cuello de cadenas que se convertían en joyas “caras” al momento de usarlas. Con una amplia sonrisa, mostrando sus dientes brillantes que cegaban al que lo mirara, posiblemente del mismo plástico que el de las falsas joyas, ofrecía su producto a los gritos, en un castellano poco definido. Pase y llévese una, decía el negro, estas joyas solo brillan cuando tienen que brillar, estas joyas eran inimaginables hasta ahora. El oro de verdad decide quien es pobre y quien es rico. Los diamantes auténticos están manchados con la sangre inocente de nuestros hermanos. Las piedras preciosas genuinas son muertes horrendas. Pasen, Pasen…
Mientras tanto, la muchedumbre avanzaba, llevando y trayéndose consigo un murmullo constante y ensordecedor, bajo una nube de polvo que se pegoteaba en los cueros sudorosos y en los pulmones de los que andábamos por allí. En otros puestos prometían vacas que daban leche chocolatada, gallinas que ponían huevos pasados por agua y de pascuas. Otros tenías grandes jaulas con pájaros que entonaban exitosas melodías de todas las épocas. No faltaban las carpas de adivinos y adivinas. Unos sabían tu pasado, como cualquier dueño de su pasado lo sabe, otros se atrevían con el presente, pero ninguno quería arriesgarse con el futuro. La razón: la imaginación es tan impredecible y amplia que nadie puede adivinar lo que imaginaremos pasado mañana, ni siquiera nosotros mismos.
Pero, ¿dónde pudo haber pedido la amiga de nuestra vecina la “suerte”? Seguimos viendo quioscos que daban nudos de corbata y de cordones. Otros ofrecían loterías y quinielas con premios. Para los que querían dejar de fumar se entregaban cigarrillos ya fumados. Para los haraganes, daban sueldos, libros leídos y crucigramas resueltos. Para los que hacían dieta, comida comida recién hecha. Otros prometían besos dados, por dar o robados. No faltaban los que aseguraban tener las pociones contra el estrés, la envidia, la intolerancia y para conseguir un amor imposible. Cartas recibidas o enviadas, ya sean anónimas, de desconsuelos, de amor y de amigos desconocidos. Bellas durmientes que entre tantos besos no encontraban su príncipe valiente. Unas brujas juraban tener sapos encantados que se convertirían en el hombre ideal solo con imaginarlo. Eso sí, nadie estaba seguro de que se aceptaran devoluciones. Los dentistas recomendaban a los padres pasar por el puesto de chupachupas chupados, chicles masticados y caramelos picantes, como el mejor remedio para las caries de sus hijos. Pero en ningún lugar estaba el puesto de cosas que no son cosas. ¿Cómo preguntaremos por un lugar así? Este es un lugar extraño y todos somos un poco extraños, una pregunta extraña no será extraña en este lugar tan…especial.
Nos acercamos a la anciana que juraba tener “amor correspondido” por correspondencia. Tenía un pañuelo floreado atado a la cabeza que apenas dejaba escapar unos mechones plateados sobre su frente. Estaba pegando sellos en las cartas. Pasaba la lengua por la goma del sello, lo apretaba contra el sobre y lo lanzaba por encima de su hombro a una montaña de cartas sin destinatario ni remitente. Cuando le fuimos a preguntar, la señora escondió la lengua y sonrió sin mostrar los dientes. Automáticamente y sin mediar palabra señaló hacia la muerte de la calle. Solo dijo:
Faltaban minutos para el mediodía. El sol cada vez más cerca, abrazaba. En el mismísimo final del final del pueblo, en el descampado sin campo, seco, sin más vida que la del viento arremolinado que cruzaba de norte a sur levantando a su paso el polvo amarillento que hacía difusa una interminable caravana de puestos. Allí estaba la feria. Tenía razón la vecina.
Una gran puerta nos recibió con un “Bienvenidos extraños a la FERIA”. La monumental entrada de madera nos digirió silenciosamente. Aparecimos entre una muchedumbre enloquecida que caminaba por la única calle que existía. Esta no tenía un final aparente y era lo que separaba las dos filas infinitas de puestos. Parecía una feria medieval. Poco tenía que ver con la ciudad moderna que desaparecía a unos mil metros de allí. Un joven harapiento repartía unos folletos. Con cara seria y cansada se acercó a nosotros arrastrando las alpargatas, dejando suspendidas pequeñas nubes de polvo con cada paso. Nos dio uno a cada uno y siguió su marcha silenciosa y automatizada. Cuando tuvimos el folleto en nuestras manos nos dimos cuenta de que la F.E.R.I.A. es una sigla que significa Feria Extremadamente Rara de la Imaginación Ambulante. Fue la confirmación de que algo no era normal en todo esto. El folleto también advertía que estaba totalmente prohibido el “querer por querer”. Al ser todo gratis, las cosas que allí se daban debían tener una justificación, ser necesario para el que lo requería. “Consumistas abstenerse”, rezaba categóricamente más abajo en negritas y cursiva. También se prohibía darle de comer a los animales y apoyarse en las vitrinas de vidrio. Todo estaba siendo vigilado y controlado por el personal de seguridad vestido de paisano que paseaban camuflados entre la gente.
El primer puesto que aparecía a nuestra derecha era de joyas. Pulseras, anillos y cadenas de plástico duro de diferentes colores que se convertían en alhajas de oro y de piedras preciosas. Un negro gigante, con el torso desnudo, opacado por la polvareda, las ofrecía cubriéndose poco a poco el brazo de pulseras y el cuello de cadenas que se convertían en joyas “caras” al momento de usarlas. Con una amplia sonrisa, mostrando sus dientes brillantes que cegaban al que lo mirara, posiblemente del mismo plástico que el de las falsas joyas, ofrecía su producto a los gritos, en un castellano poco definido. Pase y llévese una, decía el negro, estas joyas solo brillan cuando tienen que brillar, estas joyas eran inimaginables hasta ahora. El oro de verdad decide quien es pobre y quien es rico. Los diamantes auténticos están manchados con la sangre inocente de nuestros hermanos. Las piedras preciosas genuinas son muertes horrendas. Pasen, Pasen…
Mientras tanto, la muchedumbre avanzaba, llevando y trayéndose consigo un murmullo constante y ensordecedor, bajo una nube de polvo que se pegoteaba en los cueros sudorosos y en los pulmones de los que andábamos por allí. En otros puestos prometían vacas que daban leche chocolatada, gallinas que ponían huevos pasados por agua y de pascuas. Otros tenías grandes jaulas con pájaros que entonaban exitosas melodías de todas las épocas. No faltaban las carpas de adivinos y adivinas. Unos sabían tu pasado, como cualquier dueño de su pasado lo sabe, otros se atrevían con el presente, pero ninguno quería arriesgarse con el futuro. La razón: la imaginación es tan impredecible y amplia que nadie puede adivinar lo que imaginaremos pasado mañana, ni siquiera nosotros mismos.
Pero, ¿dónde pudo haber pedido la amiga de nuestra vecina la “suerte”? Seguimos viendo quioscos que daban nudos de corbata y de cordones. Otros ofrecían loterías y quinielas con premios. Para los que querían dejar de fumar se entregaban cigarrillos ya fumados. Para los haraganes, daban sueldos, libros leídos y crucigramas resueltos. Para los que hacían dieta, comida comida recién hecha. Otros prometían besos dados, por dar o robados. No faltaban los que aseguraban tener las pociones contra el estrés, la envidia, la intolerancia y para conseguir un amor imposible. Cartas recibidas o enviadas, ya sean anónimas, de desconsuelos, de amor y de amigos desconocidos. Bellas durmientes que entre tantos besos no encontraban su príncipe valiente. Unas brujas juraban tener sapos encantados que se convertirían en el hombre ideal solo con imaginarlo. Eso sí, nadie estaba seguro de que se aceptaran devoluciones. Los dentistas recomendaban a los padres pasar por el puesto de chupachupas chupados, chicles masticados y caramelos picantes, como el mejor remedio para las caries de sus hijos. Pero en ningún lugar estaba el puesto de cosas que no son cosas. ¿Cómo preguntaremos por un lugar así? Este es un lugar extraño y todos somos un poco extraños, una pregunta extraña no será extraña en este lugar tan…especial.
Nos acercamos a la anciana que juraba tener “amor correspondido” por correspondencia. Tenía un pañuelo floreado atado a la cabeza que apenas dejaba escapar unos mechones plateados sobre su frente. Estaba pegando sellos en las cartas. Pasaba la lengua por la goma del sello, lo apretaba contra el sobre y lo lanzaba por encima de su hombro a una montaña de cartas sin destinatario ni remitente. Cuando le fuimos a preguntar, la señora escondió la lengua y sonrió sin mostrar los dientes. Automáticamente y sin mediar palabra señaló hacia la muerte de la calle. Solo dijo:
- El viejo del final, entre el puesto de papas fritas sin colesterol y el peluquero de calvos - y siguió como si nada, lamiendo sellos y tirando cartas al montón que crecía a sus espaldas.
Sorprendidos, acatamos las directrices de la señora y comenzamos a movernos hacia allí sin dar las gracias.
El olor a las papas fritas era cada vez más intenso. El puesto estaba envuelto en una espesa nube de humo de la cual salían uno tras otro, los niños con su bolsa de papas fritas sin colesterol, sin dudas un avance importantísimo de la ciencia. Un espigado peluquero de pelo y bigote teñidos de negro azabache y enfundado en una impecable túnica blanca, sostenía un pequeño espejo redondo mientras su cliente, un calvo de toda la vida, le señalaba zonas de la cabeza que merecerían algún retoque por parte de sus afiladas tijeras. El viejo que buscamos está donde dijo la señora del “correo”, sentado en un banco destartalado de cuatro patas. Tiene medio metro de barba blanca, que se le dibuja perfectamente en su cara oscurecida y ajada por el sol, perecida a la de los sabios griegos. Apostaría lo que sea a que cada centímetro de esa barba tiene una historia diferente para contar a sus nietos, una especie de disco duro blando y esponjoso. El pelo, abundante y revuelto, también era canoso. Los ojos marrones, compasivos y tiernos, descansaban sobre ojeras abultadas. Llevaba una remera estirada del “Hard Rock Café”, con un gran agujero justamente donde estaba la “o”. Unos vaqueros gastados y un par de alpargatas sucias, que en tiempos inmemoriales fueron blancas, con tantos bigotes como tenía su dueño, seguramente eran también sabias, conocedoras de mil y un camino. A un lado, en el suelo, había un castigado maletín de cuero negro, perdido y encontrado más de una vez, y en el otro lado yacía un perro escuálido y famélico estirado a lo largo de la sombra del viejo, que se alargaba tan lejos que rozaba el final de la feria, del descampao y del mundo.
Otra pareja estaba delante de él. Creemos que ya habían pedido. El viejo los miró intensamente y luego cerró los ojos. Parecía dormido. Estaba quieto, como en trance. Los párpados empezaron a oponerle resistencia hasta que apenas le cerraban los ojos. Los abre, levanta las dos manos con las palmas hacia arriba y ofrece algo a sus “clientes”. Aunque no tenía nada en las manos, los jóvenes no dudaron ni un instante en “agarrar” lo que el viejo les daba. Los jóvenes sonrieron, se miraron con complicidad, con picardía estaría mejor dicho. Inmediatamente después se lo llevaron a la boca, masticaron y tragaron rápidamente. Sonrieron, agradecieron dos o tres veces y se marcharon con pasos firmes y acelerados hasta perderse en unos matorrales marchitos comiéndose a besos.
Era nuestro turno. El viejo nos clavó la mirada. A sus espaldas la casi imperceptible ciudad blanca ardía a fuego lento.
El olor a las papas fritas era cada vez más intenso. El puesto estaba envuelto en una espesa nube de humo de la cual salían uno tras otro, los niños con su bolsa de papas fritas sin colesterol, sin dudas un avance importantísimo de la ciencia. Un espigado peluquero de pelo y bigote teñidos de negro azabache y enfundado en una impecable túnica blanca, sostenía un pequeño espejo redondo mientras su cliente, un calvo de toda la vida, le señalaba zonas de la cabeza que merecerían algún retoque por parte de sus afiladas tijeras. El viejo que buscamos está donde dijo la señora del “correo”, sentado en un banco destartalado de cuatro patas. Tiene medio metro de barba blanca, que se le dibuja perfectamente en su cara oscurecida y ajada por el sol, perecida a la de los sabios griegos. Apostaría lo que sea a que cada centímetro de esa barba tiene una historia diferente para contar a sus nietos, una especie de disco duro blando y esponjoso. El pelo, abundante y revuelto, también era canoso. Los ojos marrones, compasivos y tiernos, descansaban sobre ojeras abultadas. Llevaba una remera estirada del “Hard Rock Café”, con un gran agujero justamente donde estaba la “o”. Unos vaqueros gastados y un par de alpargatas sucias, que en tiempos inmemoriales fueron blancas, con tantos bigotes como tenía su dueño, seguramente eran también sabias, conocedoras de mil y un camino. A un lado, en el suelo, había un castigado maletín de cuero negro, perdido y encontrado más de una vez, y en el otro lado yacía un perro escuálido y famélico estirado a lo largo de la sombra del viejo, que se alargaba tan lejos que rozaba el final de la feria, del descampao y del mundo.
Otra pareja estaba delante de él. Creemos que ya habían pedido. El viejo los miró intensamente y luego cerró los ojos. Parecía dormido. Estaba quieto, como en trance. Los párpados empezaron a oponerle resistencia hasta que apenas le cerraban los ojos. Los abre, levanta las dos manos con las palmas hacia arriba y ofrece algo a sus “clientes”. Aunque no tenía nada en las manos, los jóvenes no dudaron ni un instante en “agarrar” lo que el viejo les daba. Los jóvenes sonrieron, se miraron con complicidad, con picardía estaría mejor dicho. Inmediatamente después se lo llevaron a la boca, masticaron y tragaron rápidamente. Sonrieron, agradecieron dos o tres veces y se marcharon con pasos firmes y acelerados hasta perderse en unos matorrales marchitos comiéndose a besos.
Era nuestro turno. El viejo nos clavó la mirada. A sus espaldas la casi imperceptible ciudad blanca ardía a fuego lento.
- Estos jóvenes de hoy… – dijo y asintió con la cabeza mientras miraba sonriente la estela de polvo que había dejado la parejita – …me caen bien. – agregó por fin.
- ¿Usted que vende? - Le dije nervioso.
- Yo no vendo, hijo, doy. - Dijo el viejo sabio - ¿Crees tu que eso que acaban de recibir esos chavalitos es un kilo de caramelos o una caja de bombones?
- Pero era… nada.
- Hijo, te equivocas otra vez. Esa parejita de enamorados me pidió “amor eterno”, porque quieren vivir toda su vida enamorados, uno del otro. Yo estoy para eso, yo estoy para dar eso… hacer realidad los buenos deseos.
- Pero… ¿cómo sabe usted que mi deseo va a ser bueno?
- Primero, porque esta feria no aparece para los que tienen malos deseos. Eso por un lado. Por otro lado, como en este mundo hay gente pa tóo, tengo a mi fiel amigo Sócrates que me previene con sólo una miradita - El viejo bajó la vista buscando al perro pero este siguió abstraído en la más eterna modorra. – Pidan… lo que ustedes quieran, pero que no se toque, que venga del alma, del corazón o la mente.
- ¿Y la “fuerza” viene de ahí? – Preguntamos casi a coro.
- Sí. ¿Cuánto quieren? - Dijo el viejo tratando de apurar el asunto.
- ¿Cómo que cuanto queremos?
- ¿Quieren mucha o poca?
- Muchísima... ¡la del mundo! - esta vez sí lo dijimos a coro.
- ¿No mira al perro? - Le dije
- No… ¿pa qué? No me hace falta. Además, la hora de la siesta para él es sagrada.
Terminó de decir esto y cerró los ojos. Hipnotizados por el viejo, esperamos expectantes cerca de un minuto. Todo pareció detenerse. El murmullo enmudeció. Los olores se volvieron frescos y agradables. El viento se hizo brisa. El verano caliente se hizo primavera. Cuando abrió los ojos, el viejo nos preguntó:
- ¿Se los envuelvo?
- ¿¡Lo qué?! – dijo Maria abriendo los ojos lo más que pudo.
- El pedido. ¿Se los envuelvo para llevar? - insistió el viejo lo más natural del mundo.
- Sí… sí… claro... ¡Por supuesto! - Dije no muy convencido.
Entonces el viejo abrió el maletín y sacó algo invisible, por supuesto, por lo menos para nosotros. Lo “puso” cuidadosamente sobre sus piernas.
- ¿Es para regalo? - Pregunta el viejo.
- Sí, sí, es un regalo - que más podíamos decir
- Ah… entonces pongo el papel de este lado que es más lindo, por las flores.
Atónitos, seguimos mirando el ritual del viejo. Con su mano derecha colocó algo sobre el papel. Algo tan grande como toda su mano cuarteada. Lo envolvió cuidadosamente, con prolijidad. Por la forma de envolverlo, suponemos que tenía forma de una caja cuadrada.
- Aquí tienen. - Dijo el viejo acercándonos el “paquete” con sus manos.
- ¿De qué se trata todo esto? - Cuestioné.
El viejo era consciente y sabía a que me refería.
- ¿Es la primera vez que vienen a la feria?
- Sssí…
- Pero no será la última - Asegura el viejo dándole una caricia a Sócrates que no se inmuta, y continúa - Esto se trata de un sistema telepático-imaginativo que ha sido utilizado desde hace miles de años por muy pocos humanos. Les hablo de una forma de trasmitir sentimientos o pensamientos por vía imaginaria. La imaginación viaja más rápido que la luz y ni que hablar del correo. El mensaje se recibe inmediatamente. Además es más barato y limpio. La imaginación, además, puede hacer las cosas más visibles que para nuestro propio ojo y más sensibles que al tacto de los ciegos. Por eso ahora agarren el paquete. Llévenlo de recuerdo porque mientras estamos hablando nosotros aquí alguna persona en el mundo ha recibido lo que ustedes le enviaron. Nos vemos pronto…
Agarramos el paquete. Y, sí era cierto, lo vimos, tocamos el papel suave, vimos las flores, sentimos el peso. Cuando íbamos a agradecerle al viejo, una ráfaga de perfume nos empujo un par de pasos a la derecha. Un señor de unos 60 años, muy elegante, recién afeitado, vestido con un impecable traje azul y peinado a la gomina se paró recto y muy firme frente a nuestro viejo. Sin más, le espetó en el tono de una orden lo que deseaba:
- Ganar las elecciones municipales – dijo, miró hacia los dos lados y continuó, ahora agachándose un poco hacia el viejo - Como sea… por favor.
El viejo sabio miró a Sócrates. Éste despertó de su letargo y miró a su amo enderezando las cuatro patas.
- Creo que no va a poder ser – dijo el viejo acariciándose el medio metro de barba blanca – Le ruego que no insista.
El político apretó los labios, dio un paso hacia el viejo sabio y cuando fue a dar el segundo, Sócrates se levantó con tal vitalidad que mostró sus enormes dientes y avanzó rápidamente. Un solo ladrido bastó para que el político elegante y perfumado saliera corriendo suplicando clemencia.
El viejo acarició al perro que volvió a su sitio y nos regaló su sonrisa astuta y juvenil. Hay gente pa tóo, dijo con sus ojos. Entonces, con el paquete en la mano volvimos por el mismo camino. Ya habían levantado algunos puestos y otros se desarmaban parsimoniosamente. Antes de irnos conseguimos la colección completa del Quijote, ya leída por supuesto y una camisa Hawaiana reductora, para cuidar mi figura.
El mismo joven de los folletos nos esperaba bajo el gran portal con otro diferente que decía:
Gracias por visitar la Feria Extremadamente Rara de la Imaginación Ambulante. Recuerde que en cualquier momento puede encontrar una. Solo imagínela y allí estará, gratis. Nos vemos cuando usted lo desee.
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