En el interior del Uruguay, sobrevive un pequeño pueblo llamado “El Ombú”, nombre que le fue dado por la gran cantidad de estos árboles que existen en sus alrededores. Este pueblo, supo ser uno de los más grandes centros industriales y motor del desarrollo del país, allá por la década del treinta.
Los “ombuenses”, como se los llama a sus residentes, vivían su máximo esplendor económico gracias al gran dinamismo de la producción. La prosperidad fue en aumento, y así, el pueblo, se transformó en ciudad, capital industrial del Uruguay. No le hacía falta nada que provocara la envidia de las demás urbes vecinas importantes. Un hotel cinco estrellas, colegios y clubes respetablemente privados, barrios residenciales, etc.
Como si esto fuera poco, enclavada en uno de los rincones de la ciudad, emergían exuberantes, una rueda gigante y un cartel colorido, que daba la bienvenida al parque de diversiones “Ombulandia”. El gusano loco, calesitas, sillas voladoras y muchas otras diversiones más. Uno de los juegos mas recordados por los citadinos era el tristemente célebre Tren Fantasma. Mi abuelo fue el primer y único boletero de este juego. Según los relatos de mi abuela, las personas entraban en él y desaparecían en su interior, sin explicación alguna. Los padres que esperaban a sus hijos, y algún novio miedoso que esperaba a alguna novia, al final del recorrido, se iban con las manos vacías.
A los pocos días de abrir el parque, la alarma sonó en todos los rincones de la ciudad. Nunca se encontró una explicación a los horrendos hechos. Dos empleados del parque, encargados de asustar a los clientes en el interior del juego, fueron detenidos. Se los acusaba de secuestrar a menores y mujeres. Posteriormente, fueron puestos en libertad por no encontrarse ninguna prueba que los implicara en el caso.
Se decía, que los desaparecidos eran siempre menores de diez años y mujeres de cualquier edad y estado civil. Aunque un par de investigadores, algún padre desesperado y una decena de novios desdichados que entraron, tampoco aparecieron más. Unos decían que en algún lugar existía un gran pozo por el cual, los infortunados, caían atraídos por una fuerza magnética y sucumbían consumidos por el fuego del centro de la Tierra. Otros creían en la versión que decía que un gran monstruo protegido por la oscuridad del lugar los tragaba sin dejar rastro alguno.
Los ciudadanos, prohibían a sus hijos y a alguna esposa, no subir más en él, inclusive no pasar por las inmediaciones del juego. Por varias generaciones, se tomó como un hecho folclórico asustar a los niños pequeños, con llevarlos al Tren Fantasma, cuando estos se portaban mal o no comían toda la comida. Sólo algún turista despistado osó usar el juego, obteniendo como resultado, el final catastrófico ya sabido.
Una vez mi abuelo, en sus largas tardes de aburrimiento en la boletería, encendió el juego y el tren completamente vacío corrió por los rieles. La sorpresa fue mayúscula cuando un niño, de baja estatura, asomó su cabeza sentado en la primera fila. Mi abuelo corrió hacia él, lo tocó, le palmeó las mejillas preguntándole si estaba bien y en dónde había estado. El niño, también con cara extrañada preguntó por sus padres. Mi abuelo, sin salir de su asombro, le dijo tartamudeando que sus padres estaban en la casa y vendrían pronto a buscarlo. “¿Qué te pareció el paseo?”, preguntó el abuelo queriendo encontrar en el niño la revelación del enigma. Este sólo contestó despreocupado que el tren fantasma era muy aburrido y el recorrido sumamente corto. A partir de ese día, el tren fue encendido cuatro veces al día, haciendo doble recorrido. Al cabo de un mes, se le ordenó al abuelo que cesara con la prueba que hasta el momento había sido en vano.
Mi abuelo trabajó, en el parque dos meses más, según el recuerdo de sus compañeros que lo vieron por última vez. Mi abuela, con casi noventa años, sigue creyendo, con porfiado odio, que él se fue a otro país con alguna muchacha más joven que conoció en el parque.
En mis esporádicos viajes al derruido pueblo, sólo veo muerte. Los cadáveres de las fábricas, las ruinas de la prosperidad yacen cubiertas de polvo y maleza. En el triste parque de diversiones todavía está en pie, resquebrajado y sombrío, el fatídico Tren Fantasma. A su frente, inclinada y asaltada por el herrumbre, está la cabina donde mi abuelo, que conocí sólo por fotos y relatos, trabajaba vendiendo boletos. En el vidrio astillado y cubierto por una capa gruesa de polvo gris, todavía se deja leer el cartel amarillento y prolijamente escrito que dice: “regreso enseguida”.
Los “ombuenses”, como se los llama a sus residentes, vivían su máximo esplendor económico gracias al gran dinamismo de la producción. La prosperidad fue en aumento, y así, el pueblo, se transformó en ciudad, capital industrial del Uruguay. No le hacía falta nada que provocara la envidia de las demás urbes vecinas importantes. Un hotel cinco estrellas, colegios y clubes respetablemente privados, barrios residenciales, etc.
Como si esto fuera poco, enclavada en uno de los rincones de la ciudad, emergían exuberantes, una rueda gigante y un cartel colorido, que daba la bienvenida al parque de diversiones “Ombulandia”. El gusano loco, calesitas, sillas voladoras y muchas otras diversiones más. Uno de los juegos mas recordados por los citadinos era el tristemente célebre Tren Fantasma. Mi abuelo fue el primer y único boletero de este juego. Según los relatos de mi abuela, las personas entraban en él y desaparecían en su interior, sin explicación alguna. Los padres que esperaban a sus hijos, y algún novio miedoso que esperaba a alguna novia, al final del recorrido, se iban con las manos vacías.
A los pocos días de abrir el parque, la alarma sonó en todos los rincones de la ciudad. Nunca se encontró una explicación a los horrendos hechos. Dos empleados del parque, encargados de asustar a los clientes en el interior del juego, fueron detenidos. Se los acusaba de secuestrar a menores y mujeres. Posteriormente, fueron puestos en libertad por no encontrarse ninguna prueba que los implicara en el caso.
Se decía, que los desaparecidos eran siempre menores de diez años y mujeres de cualquier edad y estado civil. Aunque un par de investigadores, algún padre desesperado y una decena de novios desdichados que entraron, tampoco aparecieron más. Unos decían que en algún lugar existía un gran pozo por el cual, los infortunados, caían atraídos por una fuerza magnética y sucumbían consumidos por el fuego del centro de la Tierra. Otros creían en la versión que decía que un gran monstruo protegido por la oscuridad del lugar los tragaba sin dejar rastro alguno.
Los ciudadanos, prohibían a sus hijos y a alguna esposa, no subir más en él, inclusive no pasar por las inmediaciones del juego. Por varias generaciones, se tomó como un hecho folclórico asustar a los niños pequeños, con llevarlos al Tren Fantasma, cuando estos se portaban mal o no comían toda la comida. Sólo algún turista despistado osó usar el juego, obteniendo como resultado, el final catastrófico ya sabido.
Una vez mi abuelo, en sus largas tardes de aburrimiento en la boletería, encendió el juego y el tren completamente vacío corrió por los rieles. La sorpresa fue mayúscula cuando un niño, de baja estatura, asomó su cabeza sentado en la primera fila. Mi abuelo corrió hacia él, lo tocó, le palmeó las mejillas preguntándole si estaba bien y en dónde había estado. El niño, también con cara extrañada preguntó por sus padres. Mi abuelo, sin salir de su asombro, le dijo tartamudeando que sus padres estaban en la casa y vendrían pronto a buscarlo. “¿Qué te pareció el paseo?”, preguntó el abuelo queriendo encontrar en el niño la revelación del enigma. Este sólo contestó despreocupado que el tren fantasma era muy aburrido y el recorrido sumamente corto. A partir de ese día, el tren fue encendido cuatro veces al día, haciendo doble recorrido. Al cabo de un mes, se le ordenó al abuelo que cesara con la prueba que hasta el momento había sido en vano.
Mi abuelo trabajó, en el parque dos meses más, según el recuerdo de sus compañeros que lo vieron por última vez. Mi abuela, con casi noventa años, sigue creyendo, con porfiado odio, que él se fue a otro país con alguna muchacha más joven que conoció en el parque.
En mis esporádicos viajes al derruido pueblo, sólo veo muerte. Los cadáveres de las fábricas, las ruinas de la prosperidad yacen cubiertas de polvo y maleza. En el triste parque de diversiones todavía está en pie, resquebrajado y sombrío, el fatídico Tren Fantasma. A su frente, inclinada y asaltada por el herrumbre, está la cabina donde mi abuelo, que conocí sólo por fotos y relatos, trabajaba vendiendo boletos. En el vidrio astillado y cubierto por una capa gruesa de polvo gris, todavía se deja leer el cartel amarillento y prolijamente escrito que dice: “regreso enseguida”.
1 comentario:
Me gustó. Qué te parece si lo ponemos una vez más en funcionamiento. La idea sería organizar una última excursión solo para gente de elite. Digo, gente como líderes políticos, presidentes de países varios, asesinos, etc. En definitiva, tiranos de cualquier tipo. Mi abuelo Tito seguramente estara gustozo de oficiar de boletero. Sobre todo, para ver si consigue alguna muchacha para desaparecer.
Abrazo
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