El miércoles 4 de julio era nuestro último e intenso día en Sevilla que incluía el último examen de la temporada y la limpieza profunda de la casa. Todo esto aderezado con un calor de locos, de esos que saca las ganas a cualquiera de salir a la calle y de hacer algo, lo que sea. Pero la vida debe continuar por más difícil que te lo pongan los termómetros.
Hacía unos días, amenazaban con que las acciones del calor estaban en alza y podía tener unos picos muy buenos esta semana. No se habían equivocado, este mismo miércoles podíamos afirmar que Sevilla es rica, no por el oro del Perú expoliados siglos antes, sino por las ganancias que ha tenido gracias a la inversión en calor que ha hecho en Bolsa. Los 43 grados, y subiendo, de esa tarde lo confirman. Pero para confirmación contundente tenemos los 32 grados de las diez de la noche.
A esas horas estábamos en el Frijolito, una cantina mejicana que queda cerca de Plaza de Armas, la estación de ómnibus (autobuses in Spain) de donde salíamos a la una de la madrugada del jueves para Madrid. Enfrente, cruzando la calle, corría silencioso el río Guadalquivir que parte la ciudad en dos, no solo geográficamente sino que también tiene connotaciones espirituales puesto que algunos dicen no pertenecer a Sevilla, como los trianeros de Triana (eso lo explicaremos en otro momento).
Los que compartíamos la mesa en la vereda sentados en las sillas de plástico azul de Pepsi éramos: Tere y Pedro, Rocío y Oscar, Linda y Thomas, Heidi, Magdalena, Maria y yo, el burro que va siempre último. El motivo de la reunión era más que nada festejar el final del período de exámenes, independientemente de los resultados obtenidos, y servía también para despedirse de los amigos a los que no veríamos por un tiempo, ya que tomamos caminos diferentes durante las vacaciones.
No corría ni un despistado soplo de viento, ni siquiera alguna brisa marina que anduviera de turista por ahí. Éramos diez mágnum derritiéndonos sin remedio sobre las sillas azules que se pegoteaban todas con el chocolate de nuestra cobertura. Suerte que esa noche no fuimos los únicos que sudábamos, porque a los vasos llenos de cerveza helada también les chorreaba el sudor de la frente.
Entre cervezas, tacos y enchiladas se fueron pasando las horas. A las doce y media nos despegamos de las sillas y comenzó la ronda de besos y abrazos. Así fuimos rodando hasta la estación donde el ómnibus para Madrid ya estaba calentando motores.
Cuando del jueves solo había pasado una hora, nosotros le dábamos la bienvenida a otra despedida más. Esta vez tuvimos la suerte de que varios amigos estuvieran allí para hacernos adiós con las palmas de las manos. Ya nos habíamos desacostumbrado a las despedidas con alguien a quien despedir, haciendo machacadas con la “ñata” pegada al vidrio, que por cierto estaba frío. Pensar que a unos milímetros de distancia, del otro lado de la ventanilla, nuestros amigos sacuden con las manos el bochorno enrarecido con bocanadas de gases poco saludables, o que más allá, a cien o doscientos metros, una persona lucha por despegarse de una silla de plástico azul de Pepsi, mientras nosotros buscamos al borde de la desesperación algo de abrigo, que como sucede en Sevilla, no siempre está a mano.
A partir de ahora tendrán que pasar cerca de 90 días para volver a la capital europea del calor.
Hacía unos días, amenazaban con que las acciones del calor estaban en alza y podía tener unos picos muy buenos esta semana. No se habían equivocado, este mismo miércoles podíamos afirmar que Sevilla es rica, no por el oro del Perú expoliados siglos antes, sino por las ganancias que ha tenido gracias a la inversión en calor que ha hecho en Bolsa. Los 43 grados, y subiendo, de esa tarde lo confirman. Pero para confirmación contundente tenemos los 32 grados de las diez de la noche.
A esas horas estábamos en el Frijolito, una cantina mejicana que queda cerca de Plaza de Armas, la estación de ómnibus (autobuses in Spain) de donde salíamos a la una de la madrugada del jueves para Madrid. Enfrente, cruzando la calle, corría silencioso el río Guadalquivir que parte la ciudad en dos, no solo geográficamente sino que también tiene connotaciones espirituales puesto que algunos dicen no pertenecer a Sevilla, como los trianeros de Triana (eso lo explicaremos en otro momento).
Los que compartíamos la mesa en la vereda sentados en las sillas de plástico azul de Pepsi éramos: Tere y Pedro, Rocío y Oscar, Linda y Thomas, Heidi, Magdalena, Maria y yo, el burro que va siempre último. El motivo de la reunión era más que nada festejar el final del período de exámenes, independientemente de los resultados obtenidos, y servía también para despedirse de los amigos a los que no veríamos por un tiempo, ya que tomamos caminos diferentes durante las vacaciones.
No corría ni un despistado soplo de viento, ni siquiera alguna brisa marina que anduviera de turista por ahí. Éramos diez mágnum derritiéndonos sin remedio sobre las sillas azules que se pegoteaban todas con el chocolate de nuestra cobertura. Suerte que esa noche no fuimos los únicos que sudábamos, porque a los vasos llenos de cerveza helada también les chorreaba el sudor de la frente.
Entre cervezas, tacos y enchiladas se fueron pasando las horas. A las doce y media nos despegamos de las sillas y comenzó la ronda de besos y abrazos. Así fuimos rodando hasta la estación donde el ómnibus para Madrid ya estaba calentando motores.
Cuando del jueves solo había pasado una hora, nosotros le dábamos la bienvenida a otra despedida más. Esta vez tuvimos la suerte de que varios amigos estuvieran allí para hacernos adiós con las palmas de las manos. Ya nos habíamos desacostumbrado a las despedidas con alguien a quien despedir, haciendo machacadas con la “ñata” pegada al vidrio, que por cierto estaba frío. Pensar que a unos milímetros de distancia, del otro lado de la ventanilla, nuestros amigos sacuden con las manos el bochorno enrarecido con bocanadas de gases poco saludables, o que más allá, a cien o doscientos metros, una persona lucha por despegarse de una silla de plástico azul de Pepsi, mientras nosotros buscamos al borde de la desesperación algo de abrigo, que como sucede en Sevilla, no siempre está a mano.
A partir de ahora tendrán que pasar cerca de 90 días para volver a la capital europea del calor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario