sábado, 14 de julio de 2007

El pozo

En el momento en que el capitán que estaba al mando del avión dijo que nos abrocháramos los cinturones porque empezaríamos a descender, no me imaginé nunca que agarraríamos por una calle tan mala, con baches y adoquines sueltos.


Las dos horas anteriores de viaje habían sido normales, cielo despejado, carretera nueva recién pavimentada. Me puse a sacar fotos al paisaje que veía por la ventanita que paulatinamente iba perdiendo la escarcha. Al mismo tiempo que el avión perdía altura, el cuerpo empezaba a experimentar sensaciones de diversos tipos, como un poco de vértigo, los oídos que se tapan, temblores ya sean por el susto y por los sacudones que pega el avión.


Yo sigo con mis fotografías amateurs viendo como el cielo celeste desaparecía de mi vista segundo a segundo. Una masa gris de nubes se apodera lentamente de mi objetivo, apreté el disparador y salió la foto, pareció que aterrizaríamos en esa superficie gaseosa de hormigón. Me quedé con la cámara apuntando hacia fuera pero si prestarle atención, estábamos entrando en la zona gris.

Y sucedió lo que sucedió. Un bache en el camino, un pozo en la carretera, un cagazo de esos que no está escrito. Fueron entre dos segundos larguísimos y dos horas cortísimas, en los que estuvimos metidos en ese pozo invisible que enmudeció a todos los pasajeros. El silencio lo dijo todo, estábamos cagados hasta las patas. Maria y yo nos dimos la mano y nos miramos, recuerdo que no dijimos nada, como frente a un espejo, levantamos las cejas y nos mordimos el labio. A partir de ese momento se puso todo oscuro, afuera solo podía ver intermitentemente el sol tenue y el ala del avión chorreando agua y sacudiéndose junto a todo el aparato, que a su vez zarandeaba a todos nosotros.

El día que Quino dijo con voz de Mafalda, “paren el mundo que me quiero bajar”, seguramente se inspiró mientras hacía un viaje en avión en medio de una tormenta y después de caer varios metros al vacío dentro de un pozo de aire porque yo pensé lo mismo, paren este avión que me quiero bajar ya! Pero si nadie va a parar el mundo, menos un avión en pleno vuelo, con el tiempo como estaba y sin paraguas.

Cuando el piloto clavó los frenos en la pista enjabonada del aeropuerto de Gotemburgo, los más de doscientos pasajeros clavamos también los nuestros que están en el la boca, justo entre los dientes, cuanto más se aprieten más frena el pájaro de lata. Otros ayudan con los ojos, apretando los párpados, siempre se trata de apretar algo.

El avión rodó por el suelo aminorando paulatinamente la marcha y desde el fondo se escuchó claramente como se abrían las compuertas de las represas nasales para dejar pasar los chorros continuos de aire sin exhalar que habían quedado contenido en los pulmones desde hacía varios minutos. También el estómago se liberó de la presión diafragmática a la que estuvo sometido durante esa media hora tensa e intensa que duró el descenso. Un tímido y todavía asustado aplauso en honor de los conductores del ómnibus volador terminó en un desatado y fervoroso batir de palmas, uno de esos típicos aplausos para el asador.

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