Faltaban nueve horas para que saliera nuestro avión a Gotemburgo. Como siempre, cada vez que vamos a Madrid, es inevitable pasar por el infinito Parque del Retiro, un enorme pulmón en medio de una enorme ciudad. Queda muy cerca de la estación de Atocha, donde se baja Sabina para quedarse en Madrid, y cientos de miles de personas más a diario, incluidos nosotros dos de vez en cuando.
Cuando uno pisa la estación es imposible dejar de pensar en ese hecho tan macabro que sacudió a España años atrás. Pero la marea revuelta de viajeros que pululan por los pasillos y los andenes hace que volvamos otra vez a la realidad, que continúa, claro está, con unos horarios de trenes establecidos que si te dormís en lo laureles se te puede ir.
Parque del Retiro. Palacio de Cristal.
Una forma de “dormirse en los laureles” es buscar un buen lugar con césped verde y acolchonado bajo un gran árbol frondoso y colocarse horizontalmente, después de comprobar la inexistencia de deposiciones caninas y de las letales hormigas, esos monstruos que tanto miedo me dan. A eso le llamo una buena siesta mañanera para reponerse de un viaje incómodo. Te lo ponen fácil para dormir porque lo pájaros te cantan el arrorro, a su manera, pero logran darte la paz necesaria para conciliar el sueño.
Después de reponer energías, paseamos por la Puerta de Alcalá y nos sentamos frente a ella. La acompañamos un rato y comprobamos que realmente está ahí viendo pasar el tiempo, también el nuestro, que en un principio pareció andar con paso cansino y perezoso, diferente al tiempo de los madrileños estresados que la rodean presurosamente formando una ruleta sin bola que gira todo el día. Hablando de bolas (¿Quién me busca?), era hora de ir marchando al aeropuerto de Barajas. Las cartas ya estaban echadas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario