Después del sufrido aterrizaje, con las valijas pesando a los costados nos encontramos con Jaime, mi suegro, que esperaba sonriente, sacando la cabeza húmeda entre la multitud. Es una de las sensaciones más gratificantes que tiene la vida, tener alguien que espera tu llegada. En este caso además, hacia olvidar los ingratos momentos del descenso.
No se imaginan mi pesadumbre cuando llego a un aeropuerto o a una estación y no me está esperando nadie. Siempre tenés ganas de abrazar a la persona que está ahí, que se tomó la molestia de ir a esperarte.
Muchas veces, antes de aparecer por la puerta de la sala donde esperan aquellos que tienen a alguien a quien esperar, y a contramano de la lógica que indica la imposibilidad de que haya alguien conocido del otro lado, igualmente le digo a Maria con cierta ilusión en la voz: "Verdad que van a estar mi mamá y mi papá del otro lado".
Ella, que se percata de que al lugar a donde acabamos de llegar no es Uruguay, me mira como si tuviera delante a un niño triste a punto de llorar y dice dulcemente: "Ale, creo que ellos no están ahí afuera".
Me cuesta asimilar el golpe pero logro bajar a la realidad, acepto que ese día no habrá nadie tan siquiera esperando para darme y darle un abrazo y un beso. A pesar de los pesares, este niño con barba de una semana no pierde nunca la ilusión de ver a su mamá y a su papá con los brazos abiertos viniendo hacia él, sea donde sea.
1 comentario:
"Quiero tener la dulce calma del que espera.
Quiero tener la puerta abierta del que llega."
Perales, que no es Sabina, pero sirve igual.
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