viernes, 7 de septiembre de 2007

Gotemburgo-Madrid-Filadelfia-Chicago-Iowa (Parte FOUR - The End)

XVIII



El avión que nos lleva a Chicago se achicó bastante, aunque es bueno reconocer que en el mismo espacio donde ahora entran 4 asientos y el pasillo al medio, las compañías de bajo coste que acostumbramos utilizar, meten hasta seis asientos. Se que tengo que dormir pero no puedo. En cambio lo que hago es acribillar a la pobre libreta con movimientos suaves para no perturbar el sueño de Maria que duerme o intenta hacerlo apoyada en mi hombro derecho. Sobre mi hombro izquierdo no dejan de pasar, de rozar, de empujar, de menear, las partes traseras y delanteras de los hombres y las mujeres que van y vienen del único baño del avión ubicado justo a mis espaldas.



XIX



Llegamos a Chicago a las 8 de la noche de Chicago. Atrasé el reloj de pulsera siete horas pero ni sé ya que hora marca el reloj biológico. El aeropuerto es uno de los más grandes del mundo, una ciudad dentro de otra inmensa. Tuvimos suerte de que todo nos quedó cerca porque enseguida ubicamos la parada en donde tomaríamos el ómnibus a Rockford, ni idea para que lado queda. Allí nos estaría esperando Sara, una amiga de Lucía y Valentín que casualmente va para Ames, Iowa, nuestra última parada. Está previsto que lleguemos en la madrugada, sobre las 3.


XX



Las valijas entraron casi a presión en el auto. Fueron unas seis horas de viaje por unas carreteras rectas y planas, un aburrimiento para el que le toca manejar. A ambos lado del camino solo hay plantaciones de maíz que la oscuridad de la noche no nos deja ver, para qué, si dicen que es la monotonía en persona y además ya tendremos la oportunidad de contemplar tamaño espectáculo. Se dice y se huele que al entrar en esta zona de Iowa el olor a gallinero y a chiquero se puede percibir como una suave brisa. La población de chanchos, por ejemplo, es cinco veces superior a la de personas. Hasta ahora me guío por los comentarios porque no he visto ni un solo chancho ni he olfateado nada parecido.



XXI



Minutos antes de que dieran las tres de la madrugada, llegamos a la casa de la familia Picasso-Gutiérrez. Subimos un par de escaleras sin hacer ni un solo ruido porque la moquet lo impedía. El edificio tiene 2 pisos y ellos viven en el segundo. Solo el chillido de nuestras valijas rompía aquel silencio sepulcral. Al abrir la puerta una luz tenue nos marca el camino por el angosto pasillo hasta el living. Y ahora qué. Valentín emergió de las profundidades de su dormitorio con cara de sueño frustrado, nos saludamos bajito, casi en silencio. Inmediatamente apareció Lucía ataviada con un camisón de seda dándonos la bienvenida. Los mellizos dormían en su cuna placidamente. Nos acompañaron a la mesa mientras comíamos algo, no sé si estábamos cenando, almorzando, merendando o desayunando. Enfrente al dormitorio de ellos estaba el nuestro ya dispuesto para recibir huéspedes. Antes de irnos a la cama, queríamos ver a los niños, que para eso vinimos. Con la luz de una lámpara apuntando indirectamente pudimos verlos dormir, despatarrados y angelicales, en una cuna que por ahora es enorme.

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