XII
Las turbinas que ya no turban tanto los oídos, parecen aminorar la marcha. Es señal inequívoca de que empezamos a bajar, por las buenas o por las malas. Mientras los oídos se tapan y el estómago empieza a sentir sensaciones extrañas pienso en nuestro primer destino, Filadelfia. Aunque en esta oportunidad no conoceré nada de esta ciudad, salvo los pasillos de su aeropuerto, me pregunto qué es lo que sé de esta ciudad. Y me vienen a la memoria cosas relacionadas como que el equipo de básquetbol de la ciudad se llama Filadelfia Seventy-sixers, que hay un queso llamado así, como la película protagonizada por Tom Hanks y Antonio Banderas, y como la banda sonora de la misma interpretada por Bruce Springsteen. Y poca cosa más, por ignorancia o por alzheimer. Ni la canción, que la he escuchado millones de veces …On the streets of Philadelphia… na na na na.
XIII
Como habrán leído poco tengo que comentar de la ciudad desde el aire ya que al estar en la isla como le llaman en términos aeronáuticos, no tenía ninguna ventana cerca para mirar. Eso sí, puedo jurar que el cielo estaba despejado y muy celeste.
XIV
El reloj enroscado en mi muñeca marca las ocho y media de la noche, hora española o sueca. Son las dos y media, pero de la tarde en Filadelfia, una y media en Chicago. ¿Qué hora son mi corazón? ¿Qué hora son en Uruguay? Son las 3 y media de la tarde.
XV
Entre el calor de los motores y los rayos del sol que caen y se conservan en el cemento del aeropuerto, desfilamos otra vez por otro fuelle en busca de la puerta que nos metiera de una vez el los Estados Unidos. Con los pasaportes en una mano y un surtido de papelería Mosca en otra hicimos la quincuagésima tercera cola en uno de los 40 mostradores dispuestos para recibir a los visitantes. Un policía tan rubio y amable como automático preguntó a que veníamos. Vakeishon, dijimos. Controló los papeles y nos pidió que pusiéramos el dedo índice de la mano izquierda primero y de la derecha después en un pequeño aparato con una luz roja que escanea las yemas de los dedos. Inmediatamente después, con una camarita redonda, muy similar a las cámaras Web, estampó nuestros rostros en el monitor de su computadora para la posteridad. Antes de hacer la sonrisa prefabricada y preensayada en la cola me agarro de improviso desprovisto de ella, por lo que mi cara, una vez más, fue la cara de un sospechoso de algún delito cometido o por cometer.
Welcome to the U.S.A., dijo él. Zen kiu, dijimos nosotros a coro, agarramos los pasaportes y nos perdimos por otro túnel rumbo a las valijas y a la aduana.
XVI
Levantamos las valijas cansadas de dar vueltas y vueltas sobre la cinta transportadora. Recorrimos un amplio e iluminado pasillo hasta toparnos con 3 mostradores atendidos por otros 3 aduaneros. Uno se levantó, el pelado de lentes, y gritó desde su quiosco, Come here!. Era a nosotros. Passport and boarding pass, please. Miró los pasaportes y las tarjetas displicentemente y levantó la vista por encima de los lentes bifocales para mirarnos a nosotros dos unas 25 veces, con una sonrisa sobradora en los labios. Finalmente dijo OK, go. Nos devolvió los papeles y seguimos nuestro camino. No se me va a olvidar jamás la cara del cerdo este hijo de puta (exkius mi).
XVII
Al pasar los bolsos por el escáner surge un problema. Me llaman. Me acerco descalzo porque también te hacen sacar los zapatos para pasarlos por la máquina y me hacen abrir la valija problemática. No eran bombas, ni armas, ni detonadores, ni hojas de afeitar, ni drogas, era simplemente una tostadora de 100 pesos que compramos de oferta en Gotemburgo. Una vez comprobado lo inofensivo del aparatejo dejaron que me siguiera vistiendo.
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