Y llegaron nomás che. Laura y Jaime fueron los encargados de ir a recibirlos al aeropuerto. Con Maria nos quedamos a ordenar los pequeños focos de desorden de la casa que habían logrado sobrevivir al ojo hipersensible de Laura. Todo un trabajo de alfarería fina para darles una bienvenida como se merecen todos aquellos que llegan a un nuevo hogar. También preparamos algunas cosas para darles de comer a esos estómagos desconcertados con los cambios de horario. Después de poner casi todo en su lugar, nos sentamos a esperar en el balcón, mirando al horizonte, buscando la aparición triunfal del viejo SAAB rojo, como cuando salió de la fábrica hace 20 largos años.
Mirá - dijo Maria - allá viene la casa rodante. No era precisamente una casa rodante pero sí se parecía mucho a una valija con ruedas. En el techo, en el maletero, por todos lados chorreaban valijas abultadas, cansadas del traqueteo aeroportuario y del abre-y-cierra constante y a prepo que han sufrido en el agotador periplo comenzado en Montevideo, seguido en Iowa y en Chicago y finalizado esta misma tarde en Gotemburgo.
El valijerio de la entrada era mas propio de una delegación completa de fútbol que de una familia normal y corriente. Se trajeron medio Uruguay en las valijas, un pedazo grande del corazón de los que quedaron, material para abrir una juguetería y los recuerdos más insólitos e innecesarios que existen, pero que voy a decir yo de eso si todavía ando con un banderín de Peñarol firmado por Bengoechea (No a lugar los chistes fáciles de los bolsilludos).
Afuera, el día estaba nublado y gris. Adentro, todo lo contrario, la casa se llenó de colores vivos con la primera sonrisa de Valentina. Sonrisa que tardo en venir después de la controvertida y poco ética despertada que sufrió la niña, incitada, eso sí, por los tíos y los abuelos, víctimas inocentes de un tsunami de babas. Sonrisa que les juro aún no ha terminado. El tsunami tampoco. Ambas cosas no han hecho más que empezar.
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